11. La invención de Holmes
«Querido Arthur, quiero que me permitas felicitarte por tus muy ingeniosas y muy interesantes aventuras de Sherlock Holmes. Este es el tipo de literatura que me gusta cuando tengo dolor de muelas. De hecho, estaba disfrutando de una pleuritis cuando llegó a mis manos el libro. Te interesará saber, como médico que eres, que la cura fue muy efectiva... Sólo hay una cosa que me inquieta: ¿No es acaso Sherlock nuestro viejo amigo, el profesor Joe Bell?».
La carta la escribe de puño y letra Robert Louis Stevenson a su ex compañero en la Universidad de Edimburgo Arthur Conan Doyle. Uno estudiaba para ingeniero y el otro para médico. Los dos jóvenes soñaban en realidad con ser escritores, cada cual a su estilo. Y los dos cayeron bajo el hechizo del doctor Bell, que, además de forense, tenía la fama de vidente gracias a su pasmoso dominio del arte de la deducción.
Como si le hubieran descubierto de pronto el truco, Conan Doyle reconoció el parentesco entre el viejo profesor y el sagaz detective, con quien compartía además la nariz aguileña y su predilección por las gorras de tweed. En la respuesta a Stevenson, confiesa abiertamente: «Holmes es un bastardo entre Joe Bell y el Monsieur Dupin de Poe (aunque bastante diluido)».
Y así quedó esclarecida de una vez y para siempre la doble paternidad de Sherlock Holmes, sobre la que se ha escrito largo y tendido desde hace más de un siglo. Pero, no satisfecho, el ensayista norteamericano Michael Sims, reabre el caso e investiga otras pistas en un libro -Arthur & Sherlock- que explora como nunca antes la intimísima relación del autor y su personaje a las puertas imaginarias del 221B de Baker Street.
A estas alturas, Sims descubre trazas del detective más famoso de todos los tiempos en el profeta Daniel, en el filósofo Zadig de Voltaire, en el espadachín D'Artagnan de Dumas, en el zoólogo Georges Cuvier, en el precuror de la novela negra Émile Gaboriau, en el señor Bucket de Dickens en La casa desolada, en La piedra lunar de Wilkie Collins y hasta en el estrambótico Príncipe Florizel de Bohemia de Las nuevas mil y una noches de Stevenson (que pudo haberse inspirado también en el inefable profesor Joe Bell de Edimburgo).
«Todo escritor imita al principio», escribió Conan Doyle en sus memorias. «Creo que ésta es una regla absoluta, aunque a veces hay autores que se desmarcan con un modelo del que resulta difícil seguir las huellas». «Nigún escritor es del todo original», dijo en otra ocasión el autor de Sherlock Holmes. «Todos acabamos uniéndonos en algún punto en el viejo árbol del cual brotan todas las ramas»...
Todos los caminos de la novela negra llevan inevitablemente hasta Edgar Allan Poe y Los crímenes de la calle Morgue, el relato publicado en 1841 y protagonizado por Mr. Dupin. Arthur Conan Doyle nació 18 años después, en Edimburgo, y entre sus lecturas predilectas estuvieron siempre los relatos de Poe junto a las traducciones de Émile Gaboriau, el periodista y novelista de detectives, padre de Monsieur Lecoq.
Aunque fuera para desprestigiarlos después: en Estudio en escarlata (1887), Holmes opina sobre su colega parisino... «Lecoq era un miserable chapucero. Sus libros deberían ser un manual de todo lo que debería evitar un detective».
Bastante más respetuoso se muestra Sherlock con Poe, en respuesta a una elemental observación que le hace Watson: «Usted me recuerda al Dupin de Edgar Allan Poe»... «En mi opinión, Dupin era un tipo bastante inferior», replica Holmes echando humo por la pipa. «Tenía un cierto genio analítico, no cabe duda, pero no era ni mucho menos el fenómeno que Poe pareció haber imaginado».
¿Y el profesor Joe Bell? Muchos de sus alumnos lo consideraban un superman pese a su escasa estatura (Sherlock, que en principio se iba a llamar Sherrinford, dio un notable e imaginario estirón en su salto a la ficción). Algunos también pensaban que toda la capacidad del profesor Bell estaba concentrada en su nariz aquilina y en los ojos que parecían querer salir de sus órbitas y cobrar vida propia. El caso es que los estudiantes alucinaban los viernes, en el anfiteatro de la facultad de Medicina.
El profesor Bell despachaba allí a los pacientes y era capaz de diagnosticarlos de un vistazo y sin necesidad de que abrieran la boca, como el famoso caso del militar con elefantiasis contraída por las picaduras de los mosquitos en las Barbados... «Las deducciones, caballeros", han ser confirmadas por la más absoluta y concreta de las evidencias», terciaba Bell, a quien muy bien puede considerarse como el autor de tantas citas de Holmes: «Cuando has eliminado lo imposible, todo lo que queda, aunque improbable, puede ser la verdad».
Conan Doyle se llevó estas y otras lecciones a su consulta de oftalmólogo en Portsmouth, donde no entraba casi ningún paciente. El tiempo libre lo pasaba jugando al cricket o al golf, o ejerciendo como portero de fútbol en el equipo local y dejando volar su imaginación en historias que nadie quería publicar o que acababan perdiéndose misteriosamente en el correo, como sucedió con su primera novela.
La suerte empezó a cambiarle cuando se adentró, a los 26 años, en el incipiente género detectivesco con la ayuda insospechada de Bell, a quien llegó a escribirle una carta de agradecimiento: «Es ciertamente a usted a quien debo la creación de Sherlock Holmes, poniendo en el centro la deducción, la inferencia y la observación que he visto inculcar en sus clases, y que yo mismo he intentado desarrollar de adulto».
«El doctor Conan Doyle ha hecho mucho de muy poquito, gracias a los cálidos recuerdos de uno de sus viejos profesores que han servido para dar color a sus historias», escribió después Bell. «Su genio y su imaginación son la base de sus historias, que han servido de un nuevo punto de partida... Me debe menos de lo que piensa».
Y sin embargo Conan Doyle, en el momento de escribir sus memorias, insiste una y otra vez en que los «métodos científicos» de su profesor fueron la clave. Ante cualquiera de los casos a los que se enfrentó Holmes en sus cuatro novelas y sus 56 relatos su pregunta era siempre la misma: «¿Cómo lo haría Bell si fuera detective?».
No sólo se debe ahondar en los orígenes de Sherlock, sino también en las razones profundas de su eterna vida, resucitado por demanda popular (y contra la voluntad de su autor, que le confesó a su madre las ganas que tenía de quitárselo de encima) y convertido con el tiempo en el personaje literario más cinematográfico y televisivo del mundo, superado sólo por el conde Drácula.
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